Estoy de nuevo en el aeropuerto de Balmaceda, después de recorrer la Región de Aysén. El hombre que me ha dado mi tarjeta de embarque me ha dicho que mi nombre es de catedral. No le falta razón, además, es la única persona que me he encontrado en Patagonia que conocía mi nombre.
Pero voy a continuar por donde me quedé.
Después de aquella tarde lluviosa del sábado, fuimos a cenar un rico y merecido salmón con una botella de vino blanco y, de nuevo, nos acostamos temprano. A la mañana siguiente, durante el desayuno -que consistió en panecillos, mermelada, té, café, queso, fiambre y mantequilla, como en todos los sitios en los que nos hemos hospedado- conocimos a John, que viajaba a Caleta Tortel. Nosotras también, decimos, pues veniros conmigo, nos propone, ¿porqué no?, respondemos.
Subimos a su camioneta, partimos, conversamos, tomamos fotos, observamos, comemos chocolate y llegamos a Tortel. Fundado hace 50 años, este pueblo no tiene ninguna calle. Sólo recorriendo las pasarelas de madera de ciprés puedes visitar el lugar. Parece que estamos en Tailandia, dice Ángela. Desde luego, es un sitio mágico. Nos sentamos en el muelle y contemplamos ese trocito del Pacífico.
Berta sale a nuestro encuentro y nos ofrece un buen almuerzo y alojamiento. Aceptamos. Recargamos las pilas y nos vamos a caminar. Abandonamos las pasarelas y nos acercamos al delta del río Baker, el más caudaloso de Chile. Los 2,5 kilómetros de recorrido se hacen eternos, porque todo el sendero se había convertido en fango con la lluvia y no podemos confiar en las señales, son móviles.
Pero, como no, conseguimos regresar a casa de Berta. Vamos a llamar a Pascual, le digo a Ángela. Él es el guía que conocimos en Puerto Guadal, con el que queríamos organizar una excursión a Campo de Hielo Norte. Entonces, vamos en busca del único teléfono público de Tortel, donde no hay señal de móvil. Entre ellos se comunican con walki-talki -¿cómo se escribe eso?-.
Ya no hay luz, y Berta nos aconseja andar con linterna, pues hace tiempo que las farolas no funcionan, y las pasarelas son traicioneras, sobre todo si ha llovido. Llegamos a esa casa donde uno puede comunicarse con el resto del mundo. Hay una cola de una hora, nos dice el poderoso dueño del mágico aparato. Bueno, vamos a dar una vuelta y volvemos para llamar a Pascual. Nos dice que cree que ha encontrado a gente para que haga la excursión con nosotros, pero no puede comunicar con ellos hasta mañana, porque viven en Beltrán, donde tampoco hay señal de móvil y el teléfono público no abre los feriados. En fin, confiamos en que lo consiga y nos vamos a dormir.
A la mañana del lunes cogemos el bus de vuelta a Cochrane. Pascual lo ha conseguido, tenemos excursión, asíque esa noche teníamos que dormir en Puerto Beltrand para juntarnos temprano al día siguiente. Pero ya no hay autobuses, sólo queda la opción de hacer dedo. Antes que nada, advertir a mi madre, a mi abuela, y a mi hermana pequeña que es una forma habitual y segura de viajar por la carretera Austral.
Después de un par de horas, encontramos un auto que va hasta allí y nos puede llevar. Así que recorremos de nuevo esa parte de la Austral, esta vez dirección norte. Esta carretera comunica desde los años 70 toda la región. Tiene una gran historia que fascinó a mi tío Chiqui, que la ha recorrido durante dos meses y ha escrito un libro sobre ella.
Llegamos a Beltrand, objetivo conseguido. Sólo nos queda confiar en que Pascual venga a por nosotros a la mañana siguiente a la casa de Carmen, aunque ni siquiera le concretamos donde nos hospedaríamos, aunque no hay muchas opciones. Y, efectivamente, todo pasa como tiene que pasar. Sin móviles y sin internet, hemos conseguido ponernos de acuerdo seis personas para hacer una excursión al glaciar Los Leones.
Nos levantamos de noche, nos abrigamos, desayunamos y partimos. Mala suerte, está lloviendo. Pero altiro Pascual encuentra un trébol de cuatro hojas, buen presagio. Caminamos 10 kilómetros que se hacen un poco largos. Nuestros pies están empapados. Bueno, más bien, todo está empapado. Deja de importar meter el pie en los charcos. Es otoño y todo es rojo, amarillo y verde.
No sé si vamos a poder navegar para acercarnos al glaciar, dice Pascual, el tiempo está muy malo. Nuestro rostro se llenó de decepción. Nosotras queremos ir, aunque estamos mojadas y heladas. Finalmente, vamos.
Y llegamos. De repente, no hay niebla, ni lluvia, ni siquiera frío. Yo, al menos, dejé de sentirlo, y eso que delante tenía una montaña de hielo. De vez en cuando, veíamos desprendimientos. Asustan un poco, sobre todo por el ruido, pero no es peligroso, dice Pascual. Nosotras ya confiamos en él ciegamente. Nos ha llevado hasta allí. Cogemos un trozo de hielo milenario y nos echamos un copete de whisky. Este trago, mamá, sólo fue para la foto.
Ahora toca la vuelta. Seguimos empapados, pero, si los 10 kilómetros de ida se hicieron largos, los de vuelta se hicieron cortos. No sentí ni cansancio, ni frío. Y metía el pie en los charcos con cierta satisfacción. Se hace de noche, encendemos las linternas y seguimos caminando. Si paramos, vendrá el frío. Y es mejor la fatiga que el frío. Encontramos un árbol repleto de riquísimas manzanas que nos dan energía para el camino. Llegamos al auto, una hora más de camino, llegamos a la casa de Carmen. Rápidamente me saco los zapatos y los calcetines. Hacía tiempo que había dejado de sentir los pies. Es un alivio estar seca y junto al fuego.
Pero aún no ha acabado el día. Son las 11, nos ponemos ropa seca y nos vamos a casa de Pato a hacer un asado. Estamos hambrientes. Pasamos una agradable velada en la que nos reímos de los que hemos sufrido, hablamos de la Patagonia y de la amenaza de las represas, de como es vivir en un sitio en el que no tienes señal de teléfono y hay unos centenares de vecinos. Hay quien no necesita más.
Al día siguiente viajamos de vuelta a Coyhaique, llamamos a John, que no duda en alojarnos en su casa, encendernos la estufa y darnos algo de comer. Salimos a tomar una cerveza, cantamos en el karaoke y a dormir.
Mi hermana Belencita ha cumplido 13 años y no la he llamado. ¡Feliz no cumpleaños tesoro, te echo de pena!